lunes, 26 de octubre de 2015

El muro de Orión y su ciervo.

El muro de Orión y su ciervo.

Zaroaster se perdió. O eso creía. Haberse perdido.

- Mierda.

El grupo descansó y él fue a rondar el terreno. Pero no encontró el camino de vuelta. Los árboles le engañaron a través de arbustos ennegrecidos, troncos viejos y roca musgosa. Zaroaster, tras varios rodeos, dió con un breve claro entre las largas carnes de la montaña.

Orión estaba allí de pie. Pétreo como el tiempo, bajo un árbol tan verde y oscuro como la túnica que envolvía su cuerpo. Le acompañaba un cervatillo tan moteado como la bóveda celeste. Orión se dirigió al peregrino, y su ciervo alzó las orejas al oír una voz de más allá de las estrellas:

- ¿A qué has venido?

Zaroaster no supo qué decir. Se limitó a descifrar la situación:

- ¿A qué has venido?
- Estoy de paso...
- ¿Qué buscas?
- Me temo que se ha equivocado de persona, amigo.
- ¿Qué buscas?

El ciervo caminó, etéreo y extraño hacia el viajero, sin perderle de vista hasta llegar a rozar su mano con su hocico.

- ¿Que qué busco?
- ¿Qué buscas?

El tacto del hocico desató un relámpago en su mente. Un destello de un recuerdo ya olvidado en la córnea de sus ojos. Un trigal. Y en el trigal, un muro derruido. Recordó ese lugar, recordó su olor.

- Construye ese muro.
- ¿Tan alto como el cielo?

Zaroaster estaba ido. El cervatillo se apartó y salió corriendo.
El clérigo volvió en sí y se encontró sólo de nuevo. No había ciervo ni Orión en ese lugar.

Sorprendentemente, encontró fácil el camino al campamento.