A raíz de un
comentario de una persona anónima y cobarde y de los acontecimientos acaecidos
últimamente en el piso de Edimburgo me ha sido inevitable hablar sobre algo
que, de forma cíclica siempre viene a la memoria.
Y es muy cierto.
El orgullo vuelve a las personas necias y taimadas. Y es así. Es horrible lo
que desvela si no se tiene autocontrol y un poco de visión de conjunto más allá
del ombligo propio.
De cómo hace que,
por meter la polla en un agujero húmedo se te hinche el pecho, se te suban los
colores y se te baje -hunda- la humildad. Es algo que nunca entenderé. Ese amor
propio desorbitado que ciertas personas profesan sobre sí mismas y que por
desgracia las he sufrido en mis carnes a lo largo de estos escasos veinticinco
años, y que apenado, las seguiré sufriendo.
Esa tonadilla que
comienza con la barbilla bien alta y la mirada que se turbia sin dejar ver más
allá de unos músculos hipertónicos; y que continúa por una revelada actitud de
discreto desdén sobre cualquier otra criatura viviente, buscando un refugio en
una virilidad más que tímida y frágil. Esa tonadilla que comienza por dejar de
mentar los porfavores y noteimportasitales y termina por una gallardía propia
de alguien que habla sin pensar en lo que ha hecho. Que cristianos, nos guste o
no, somos todos, y todos hemos tirado alguna piedra alguna vez. Ya sean asuntos
de alacenas y buhardillas, irnos sin pagar, putear al prójimo o no fregar los
platos. Yo el primero, que conste en acta que soy el menos santo de los aquí
presentes. Sabe Dios.
Pero las formas
dicen mucho de uno, y más si por cualquier empresa estás atado a compartir el
oxígeno con algún que otro ser humano. Que ojo. Que a un don nadie se le puede
ningunear sin ningún cargo de conciencia si te pillan vacío de modales, pero
amigo mío. Amiga mía. No se caga donde se come. Está feo. Y es desagradable. Y
cansa. Aún más cuando las maneras las porta uno mismo con bandejas de plata y
aquesta persona te habla con un rabillo en la lengua que delata superioridad.
Mínima, casi imperceptible, pero palpable. Y esa persona no es nadie mejor que
un servidor, o tú, que lees esto. Ni tampoco mejor. Simplemente otra persona, y
como tal; como otro pibe con veinte dedos. Como tú y como yo.
Es una pena.
Todas las personas que he conocido tremendamente orgullosas acaban mal. Miento.
Acaban donde ellos y ellas quieren acabar. Que ese lugar sea idóneo o idílico
ya es otro asunto. Quizás no para ellos porque total, son de estas personas que
ponen cortinas de flores en muros donde no hay ventanas.
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