martes, 15 de febrero de 2011

zombis

"PALABRAS: espejo, columpio, marihuana..

TIEMPO: Navidad (ya puestos)

LUGAR: el mundo de The Walking Dead, si te apetece, claro..."

Helen cambió de marcha. La carretera estatal estaba plagada de automóviles estacionados, estrellados o sin combustible y amainorar la marcha se hacía pesado y peligroso después del estallido de "gripe navideño" de ese año.

Rodeó los coches sin poner demasiada atención, pero no pudo evitar echar un vistazo en donde ponía la moto. Era grotesco y desolador. Cadáveres yacían en el interior de los coches sujetando posturas angustiosas limadas por el tiempo y la descomposición. Por el amor de Dios.

El último coche  a sortear ofreció a Helen una escena desagradable. Un hombre yacía apoyado en su coche mientras un cuerpo se ceñía subre su abdomen sin prisa ni pausa.

Jesús. Helen bajó su visera del casco y aumentó la velocidad de la moto robada.

Hoy era Navidad, y el tiempo no podía estar más acorde con las fechas. Hacía frío, mucho frío para la media tarde en la que los acrecentados toques anaranjados del cielo nuboso anunciaban un crepúsculo solitario.

Las sucesivas llanuras fueron despejando el bosque de la autopista y dieron paso a un extenso campo roto por una línea de asfalto por la que Helen acerelaba. A pocos metros de la carretera se podía ver algún accidente o rastro de sangre espontáneo de vez en cuando.

La chica esta cansada de tanto huir. Tenía olvidado por completo cómo era su vida de antes de la "gripe".  No había tenido tiempo a descansar o a despejarse la mente a través de un papel lleno de maría. No había tenido tiempo de presentarles a sus padres a su novia, ni de teminar la carrera de Audiovisales o incluso, ser despedida por cuarta vez del garito donde ganaba algo de "pasta".

A pesar de todo ello, no encontró elemento positivo en esos días grises. Quizás, el silencio en el que el mundo había quedado sumergido. Y ya está.


Helen giró a la izquierda y siguió un camino polvoriento
, dándole la espalda al Sol. Al final del camino podía divisar a lo lejos unas cuantas casas respaldadas por un pequeño bosque. Allí estaba el último refugio que conocía. Clarice le estaba esperando, con comida, agua y un poco de hierba, para perderse del mundo en aquél reducto idílico que resultó ser el verano pasado.

Aunque la posibilidad de que aquél paraíso en la Tierra hubiera llegado a su fin era tristemente probable. Pero Clarice era una chica fuerte. Con Clarice había pasado muchas dificultades juntas, y tuvieron momentos, no grandiosos, pero sí eternos. Como aquélla vez que las pillaron semidesnudas para unas prácticas de clase, o cuando decidieron escaparse de esos cursos aburridos de la Universidad para ir a varios conciertos de rock alternativos. Clarice.

Clarice.

La aguja del panel llegaba a la "E" y Helen no tuvo más remedio que volver al mundo real. A veinte minutos de su refugio, frenó y dejó la moto tirada. Llegó al poblado cuando el Sol había más que huido. La enorme linterna tintineó hasta mantenerse constante y sacó la Glock de la chaqueta. Sólo le quedaban siete balas y aquéllas cosas andantes parecían cesar si les metía el plomo entre ceja y ceja. Valiente mierda.

La primera casa  se desveló  con los suaves trazos del foco de Helen. Parecía deshabitada. Al menos la gente no se acordó de este lugar. A lo mejor no estaba "tocado". Helen exhaló profundamente y aligeró el paso hasta encontrar la calle principal.

Un coche averiado y algún que otro estropicio en mitad del camino sesgó la ilusión de Helen de cuajo. Lanzó la luz a las casas de su derecha e izquierda. No. No podía ser verdad: ventanas rotas, rastros de sangre ennegrecidos, puertas abiertas o atrancadas y varias pintadas que rogaban al Señor la liberación de sus almas. La luz de la linterna era muy potente. Entraba en las casas silenciosas por cualquier rendija. Y más en aquella silenciosa oscuridad. Traspasaba puertas y ventanas, e iluminaba espejos que proyectaban la luz en los lugares más profundos de las casas cuando Helen pasaba por su lado.

Helen decidió coger a Clarice, buscar combustible y escapar en cualquier otro lugar mejor que éste. A la mierda todas las ilusiones de una vida pacífica: "Todavía no he aprendido la lección ". Ya nada iba a ser lo mismo. Con la linterna aún encendida, buscó nerviosa la casa de su novia, que estaba perfectamente cerrada. Clarice estaría esperándola, seguro. No quiso entrar por el jardín trasero y se apresuró a sacar las llaves de la mochila. La puerta chirrió al entrar, y un olor a cerrado golpeó las fosas nasales de la joven, que a tientas dejó la mochila y el abrigo, portando sólo la linterna y la pistola.

Nada. Nadie en la planta baja. Subió las escaleras y buscó en los cuartos, donde el desorden era lo común. Parecía que Clarice estaba o había estado en apuros y el corazón de Helen dio un vuelco: "no joder, ¡no!"

Nada por ningún lado. Los tres cuartos desordenados por completo. Volvió al piso de abajo y fue a la cocina a beber un poco de agua de botella para calmarse y recuperar el aliento. Clarice...

Entonces recordó que ésa casa tenía un desván arriba, subiendo las escaleras. Claro. Podría estar allí encerrada. Subió a trompicones los escalones mientras la luz revoloteaba sobre las paredes hasta encontrar la trampilla que la conduciría hasta ella. 

Espera. 

La respiración se le cortó. 

Algo o alguien aporreaba la puerta, y un olor a podrido comenzó a crecer en el ambiente. Un gemido lastimero interrumpió el silencio nocturno. Un grito ahogado salió de su garganta: La puta linterna. Les había llamado la puta linterna.Qué gilipollas había sido.

Inmediatamente se apresuró a buscar el cordón que abría la trampilla.

Alguien la había cortado. En su lugar había una carta pegada al techo. Una carta sin remitente. Y con un nombre. Su nombre.

Era la letra de Clarice.

En el sobre encontró una fotografía y una carta escrita rápidamente con letra temblorosa. Vencida por el cansancio y el estrés de todo el viaje, se apoyó en la pared. Desdobló el papel, y como si éste le asestase una puñalada, Clarice fue dejándose caer por la pared hasta encontrar el suelo.

Leyó con ojos temblorosos la carta. Clarice había sido mordida y la altísima fiebre no la dejaba de acosar. La última voluntad de Clarice que testificó en la carta era que jamás abriera la trampilla. Quería que Helen la recordase como siempre, y que se fuera del lugar para jamás volver. Ah, la última cosa de la carta: Le había dejado a Clarice un poco de maría para que se fumase uno en su honor antes de abandonar el lugar.

Helen sonrió amargamente.

 Los constantes golpes contra la puerta principal la sacaron del pozo de recuerdos que la alienó por unos momentos del mundo. Eran muchos más los que arremetían contra la puerta de los que creía.


Clarice.

Sin ella nada de esto tenía sentido. No. Jamás. Ella era la valiente de las dos. Clarice era solía levantarle la barbilla a Helen cuando Helen lloraba. Y ahora estaba allí, con ella en la misma casa, pero de distinta forma. 

Eso quizás le levantó un poco la moral. Se sentía más segura si no intentaba subir arriba, para evitar una mala situación que tanto Helen como Clarice no querían. Mejor así. Aunque el coste fuera tan alto. Joder.

Se acercó a la entrada y colocó un mueble en la puerta y acercó un sofá justo detrás de la ventana donde apiló unas sillas del salón. 

Intentó mirar por la ventana y con cuidado observó el paronama con la poca luz que había en el ambiente nocturno: Más de una docena de zombis esperando fuera, a que se cayera la puerta. Quizá una veintena. No se distinguía bien el número exacto.

La sangre de Helen se tornó tan fría como los de aquellos que arañaban la madera.

<<Piensa, Helen, ¡coño!>>

La joven comenzó a remover la casa con violencia sin saber bien qué buscar. Lo que consiguió fue disponer de más muebles con los que asegurarse algo de tiempouna vez colocados con algo de pericia.

<<Fuego, joder, necesito fuego>>

Tras buscar  por donde ya había buscado al menos tres veces, se dió por vencida. El pánico volvió a rehacer su reaparición. Necesitaba algo para , pararlos, destruirlos, volarlos por los aires. Volarlos.

Claro.


Abrió el mueble de la vitrocerámica y allí encontró dos bombonas de butano. Una casi vacía y otra algo más llena. Suficiente.

La cocina estaba justo detrás del salón y éste, detrás de la entrada en una línea recta para nada bonita, hablando arquitectónicamente. Por suerte, detrás de la cocina estaba el jardín trasero, bastante amplio, donde no llegaría la explosión de ambas bombonas si Helen las colocaba visibles, a través de la puerta, en la cocina.

Sí. Perfecto. Eso les mataría, y sólo usaría una bala. O quizá dos si no atinase a la primera.

Los zombis se agolpaban en la entrada. La suma de todos los gemidos estaba dando paso a un frenesí caníbal. Pero hasta que rompiesen la línea defensiva había tiempo. Que se jodan y esperen.

Helen cogió la carta, y algo más tranquila, la volvió a releer.

La maría. Por supuesto. Por poco se le olvidaba. Con paso decidido, tomó la Glock, la linterna, la bolsa de maría, algo de papel y salió de la cocina dejando la puerta abierta, dejando a la vista las dos bombonas.

Cuando llegó al columpio, dejó encendido el faro apuntando a las bombonas y la Glock. Se sentó en el columpio y se puso con la maría.

Le tembló un poco el pulso a la hora de prender el papel. La situación le podía. Pero para eso había cargado demás el canuto.

Inhaló profundamente y dejó que el humo fluyese dentro de sus pulmones y que aquella maravillosa sustancia subiese lenta pero si pausa por la sangre hacia el cerebro.


Soltó todo el humo y volvió a inhalar algo temblorosa. El calor inundó su cuerpo por segunda vez y luego, el humo volvió a salir del cuerpo al igual que lo hace el aire en los cetáceos.

Clarice. Va por ella.

Recordó aquella canción el día que la conoció por primera vez. Qué canción. Avivó las ascuas naranjas del bastoncillo e infló el pecho. Sin soltar el cigarro, comenzó a tararear la canción sin poder evitar que escapase algo de humo.

Poco a poco, tras varias caladas, empezó a notar los efectos del bastoncillo. Sin duda, Clarice se había portado con la maría. Qué buenaza. Una lágrima emanó asustada del lagrimal. Ya quedaba poco del cigarro por consumir.


Comenzó a balancearse cuando escuchó un chirriar  lejano de los muebles. Ya había acabado su tiempo.

Cogió la pistola del frío suelo y le quitó el seguro. El miedo volvió a erizar la piel de la joven, aún con el poco papel enrrollado que le quedaba  en los labios. Pero debía estar serena y atenta. Pronto aparecerían por la cocina para tropezarse con las bombonas.

El primer zombi se asomó lento y decidido. Incontroladas sus piernas, se tropezó con las bombonas y cayó contra la encimera de la cocina, causando gran ruido. Helen encañonó la pistola a las bombonas. Debía esperar.

El segundo, el tercero y el cuarto entraron casi a la mismva vez, que sortearon fortuítamente al primero.  Los cuatros siguientes  entraron algo más desbocados. El doceavo llenó el aforo de la habitación.

Helen no sabía si había más, pero la lata de sardinas estaba llena, y si aguardaba más, corría el riesgo de perder de vista a las bombonas con tanta pierna torcida.

Sostuvo la respiración y apretó el gatillo. Bang. Una rodilla menos.

Maldición.

Volvió a encañonar y apretó el gatillo. Esta vez no acertó. Joder. La sala se estaba llenando cada vez más y alguno estaba a punto de salir por la puerta al jardín.

Helen encañonó de nuevo y apretó el gatillo dos veces. 

La cocina se iluminó y dibujó multitud de figuras que serían disueltas en una fracción de segundos. Boum. La cocina explotó y de la ventana y de la puerta llovieron bolas de carne envueltas por algunas llamas. Helen se llevó las manos a los oídos. Le pitaban muchísimo. Tras volver en sí, vió expectante que nada se movía en la cocina, salvo alguna que otra llamita que iluminaba las paredes ahora negras.

Pero para su horror, el meollo no había acabado. Otra decena apareció  atontada por la puerta de la cocina, seguida de muchísimas manos y brazos que se asomaban deseosas  de hunirse en carne cruda.

El pitillo se le cayó  de los labios. Vió como la horda andaba sobre las carnes de sus semejanes y entraron sin pausa al jardín trasero. Realmente, aquél paraíso estaba infectado.

Dejó la linterna en el suelo, alumbrando a la masa andante que se acercaba tranquila al columpio. Recogió el pitillo y la pistola y caminó veinte pasos hacia la oscuridad. Helen empezó a sollozar mientras iluminaba de nuevo lo que quedaba de cigarro en la oscuridad, iluminando un punto naranja vibrante.

Helen sabía que Clarice lo habría hecho en su lugar. De hecho, tenía el presentimiento de que Clarice se había suicidado antes de volverse como ellos. Pero tenía miedo. Estaba muerta de miedo y encima su novia ya estaba en el otro mundo.

Helen levantó el arma y se la llevó a la sien, donde el pulso parecía que iba a estallarle los capilares. 

Los zombis llegaron al columpio y patalearon el foco, que rodó y acabó por alumbrar el tejado.

Estaban a punto de alcanzarla. "Su novia ya estaba en el otro mundo..." ¿Sí? ¿Que ella la estaba esperando en otro sitio mejor que este? Seguro que adonde ella estaba, sólo habría hierba que fumar. Éso iba a ser el paraíso. Oh, Señor, sí. A la mierda con los zombis, no la iban a tocar. Jamás. Hijos de puta. Qué hijos de la gran puta. Lo que le habían hecho a Clarice no se lo iban a hacer a ella. Esta era su salvación.

Helen abrió los ojos, cargó el arma y metió la última calada al pitillo, que terminó por agotarse. Hinchó el resto de los pulmones con el frío aire invernal, y tras un segundo, se lo hechó a la cara al jodido zombi que abrió las fauces en busca de carne. Por Clarice y por ella misma. Por las dos.