jueves, 26 de enero de 2017

La canción del cisne.

      Entonces lo vi.

       Vi un cenagal de enredados matojos, sin hojas, de ramillas que se tuercen puntiagudas sobre sí y sobre el agua de los charcos, helada y transparente. Negro como la noche y como las raíces que se sumergían en esas aguas, negros los troncos de los árboles que se erigían húmedos entre los vapores que cubrían el telón de aquél escenario crepuscular.
       Mi otro yo vagaba a merced de la voluntad de aquél bosque anegado, yendo lentamente a donde el mismo titiritero quería que yo asistiera. No se oían aves o bestias. Ni insectos o aire corriendo sobre el agua. Y sin embargo lo oía todo. Oía el respirar del bosque, oía una voz dormida, oía su olor y su sabor mojado y frío. Miré al cielo. Allí estaban las copas de los árboles, desnudas. Raíces invertidas escarbando en el cielo ámbar, rojizo, violáceo, índigo y azul. Queriendo mamar del gran tapiz estrellado que se tornaba sobre el disco solar que moría en algún punto del horizonte que no podía alcanzar con la vista.
Aquello que me trajo a ese lugar quiso llevarme lentamente entre varios charcos, observando en pena como las ánimas que se montan en la barca de Caronte. Aquello que me trajo puso mi mirada en algo que cambiaría mi existencia para siempre.

       Entonces la vi.

       Vi un cuerpo blanco como la porcelana, desnudo y femenino, que flotaba medio hundido en el pequeño charco rodeado de raíces arbóreas y matorrales espinosos que buscaban su fin en el agua. Un cuerpo tan puro que no movía el agua. Tan etéreo que parecía desvanecerse de un momento a otro si algo enturbiaba la cristalina tranquilidad muerta del agua, como un espejismo. Como una ilusión. No respiraba, no se movía ni pareciera que hubiera rastro de vida alguna en aquella piel tan suave a la vista y tan eternamente joven como los dioses, pero dentro de mi corazón sabía que era ella la voz dormida que me llamaba. La joven estaba congelada en el punto más álgido de su mocedad, conservada en el tiempo entre la vida y la muerte. De estatura mediana y rasgos finos y perfectos, se descubría ante mis ojos una belleza blanca tan pura como la nieve y tan espectral y sobrecogedora como la muerte. O la vida.
       A mis ojos sucios les fueron permitidos contemplar la mayor obra jamás creada, la deidad más pura. Desnuda. En su expresión más infinita de pureza. De pies delicados pálidos, piernas suavemente esbeltas, muslos generosos que apuntaban a una madurez cuyo sexo se escondía frío en el agua, pero se averiguaba que dentro cabría el calor de diez soles, otrora estuviera despierta la bella figura durmiente. Caderas anchas, de gracia suprema. Cintura delgada, donde el agua llevaba a cubrir helada el ombligo, tallado en aquél vientre plano mojado. Pechos otrora rosados, se alzaban hermosos sobre dos cumbres tapadas por los mechones de tirabuzones y rizos colorados; fuego apagado por la eternidad, pero latente en aquella larga melena que servía de lecho mullido, y como única vestimenta que portaba la estrella de mis estrellas. Busto armonioso acompañados de brazos delicados y manos tan finas que nunca antes habían tocado cosa alguna. El cuello, de cisne. Esbelto, grácil, de mármol tallado que soportaba la cabeza más hermosa que había visto en toda mi existencia. Se me nubla la vista y el sentido cada vez que traigo a mi mente el recuerdo de tanta belleza. No sabría cómo explicarle lo perfecto a vuestras mercedes. No desde aquélla vez. Les puedo decir de aquellos labios rojizos lévemente entreabiertos entre aquellas mejillas rosadas, de aquella nariz armoniosa, de esos ojos grandes dormidos, de esas cejas ligeras y elegantes como las nubes de verano. No haré nunca justicia a toda esa faz delimitada de forma áurea pintada de blanco y rosa que dormitaba viva y muerta, dormida y hablándome al centro de mi alma: "Alza la vista".

       Yo, condenado ya de por vida a sus designios alcé, hechizado para siempre, mis ojos al cielo del atardecer. Y vi una bandada de cisnes blancos surcando el cielo crepuscular. Oí su canción. Oí el aleteo suave. Oía como me cantaban sin palabras ni música mi destino y un mensaje que no les puedo decir. Porque es secreto hasta para mi limitado entender. Desconozco el significado, y ahora busco la manera de deshilvanar aquellos cánticos mudos entre las estrellas y los cisnes, que desaparecieron en aquellas raíces invertidas de los árboles muertos en el frío del invierno. Y ella me llamó.

      Y yo volví mi mirada a la virtud máxima. Esta vez me miraba desde el agua sin moverse. Sólo había abierto los ojos. Yo me encontraba flotando sobre ella y tenía ante mí a la maravilla mirando a través de mí. Había despertado. En algún lugar de este mundo o el otro, o los otros. Estaba despierta. Y mi misión era llevar al cisne por bandera. Y seguir la voluntad etérea de mi ama. De mi Dama. De la Dama del Cisne. Del ser cósmico al que ahora profeso una devoción sincera y pura. Mi más profundo deseo es volver a encontrarme, si es que soy digno de tal dicha, en algún sueño. Vivo para soñar y ya no temo al frío de la noche ni a la oscuridad si eso significa volver a encontrarme con ella. Que los dioses me guarden en su gloria si alguna vez llego a ser objeto de su mirada y me perdería la poca cordura que me queda si algún día mi corto camino llega a cruzarse en persona con mi Señora. Y sólo tocar su piel con mi piel desnuda sería suficiente para morir en la dicha más alta. Elocubro febrilmente sobre esos labios carnosos, esa mirada mística y atenta, que atraviesa con una dulzura mortal la carne y el alma y que me ata en el fuego de su melena al yugo más dulce desde que me desperté agitado en cuerpo y alma. Algún día volverá. Y estaré preparado para acogerla en toda la Gloria que puede rendirle un mero mortal como yo. Hasta entonces vagaré errante por estos caminos en busca de la manera de entender su nueva, portando al cisne por bandera y luchando por volver a verla otra vez.

      Esa es mi historia.