A través de la corriente oscura, el efímero fuego púrpura evanescente  destelleó iluminando la profunda garganta profana que a sus pies, les  rendía homenaje.
Frío.
El reverendo no se había percatado  hasta ahora de la imnensa ausencia de calor en aquella gruta perdida.  Pero a pesar de ello, las gotas de sudor no dejaban de nacer en su  afeitada papada. Nervioso, clavó su vista en la muchacha que trajo  consigo tratando que se fijara en su falsa apariencia de tranquilidad.
La  chica, distraída en lo más profundo de la nada a sus pies, relajó los  hombros y el cuello y poco a poco terminó por adoptar una postura  decaía. Le pesaba el libro que llevaba entre los brazos. Le pesaba el grimorio forrado de piel humana.
El  reverendo desvió preocupado la mirada hacia aquellos textos que la  chica había leído para él. Las gotas de sudor bañaban el cuello de la  apretada camisa que le ahorcaba el gaznate, y ni el haber liberado el  primer botón evitó que pudiera respirar bien. El corazón se le salía del  pecho. Algo ha sido perturbado. No debía haberla obligado a leer el  maldito grimorio. Hay que cosas que no deberían ser pronunciadas, porque  hay nombres que responden demasiado rápido a la llamada.
El  cura extendió la mano temblorosa hacia la joven abstraída en el negro  caos del abismo. Tomar el libro y buscar algún método para disolver el  conjuro era la solución más inútilmente creíble. Ahora, la chica estaba  fuera de sí, era el momento y sus dedos rozaron la piel.
- No importa lo que hagas - El reverendo se quedó petrificado. La muchacha comenzó a balbucear-. Acudirá a la llamada.
-¿Quién acudirá? -Los ojos comenzaban a salírsele de las cuencas, esperando no oir su nombre-. Diospadremiserico...
- El Dios Muerto.
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