lunes, 15 de noviembre de 2010

Eran las siete de la mañana. Se había despertado como cada mañana. Siempre el primero. Sus padres seguían durmiendo tan plácidamente.

Encendió la lámpara de la mesilla de noche y se levantó en busca de ropa, dejando su cama desecha entre las dos paredes de su habitación.

Somnoliento, no percibió ruido alguno. El ordenador en stand by no distorsionaba aquella niebla insonora. Un silencio mudo. Del cuarto de sus padres no salía sonido alguno, incluso del despertador estridente que normalmente le sacaba del letargo estando hasta en habitaciones separadas.

No podía escuchar su propia respiración.

Le pareció raro, sin embargo, no le dio mucha importancia.

Pero, mientras se vestía, sí que le dio importancia a algo que jamás había visto (y que jamás volvería a ver).

Un relámpago afónico dibujó a la altura de la cintura una curva que empezaba desde el cabecero  de su cama hasta la pared donde continuaba el colchón.

Fugaz y etéreo.

Juró por Dios haberlo y no haberlo visto. Pero no pudo negar que lo presenció, bajo ése silencio mudo que reinaba en la casa.

El movimiento del rayo se quedó grabado en la retina del joven atónito. Y no pudo evitar recordar el suceso efímero

Una voz muy tenue, atenuada al sisear de su boca, se dejó escuchar:

- Seas lo que seas, vuelve a aparecer...

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