martes, 25 de septiembre de 2012

El dilema del Sol y la Luna.

Érase una vez que se era, un príncipe hijo del Sol. Vivía en el horizonte y salía a dar paseos a saludar a la Montaña y al Valle, a la Costa y a los fresnos del bosque. Le gustaba mucho mirar en lo alto de las nubes a toda la tierra bajo sus pies y bajar a charlar con la hierba fresca de la mañana antes de ayudar a su padre.

Un día, cansado tras una jornada como otra, el príncipe se despistó por la Tierra y acabó en un lago y le dió la noche. Allí  encontró a la recién levantada princesa de la Luna, que le miró extrañada al joven príncipe.

La princesa  se le presentó. Al príncipe le pareció el ser más hermoso de todo el planeta y cayó prendado de su luminosa belleza. Él le dijo que se había perdido y que no encontraba el camino a casa. Élla le ofreció pasar la noche con la princesa en el lago y el príncipe aceptó.

Fue una noche muy divertida para los dos. Tanto, que al día siguiente repitieron. Y al día siguiente, volvieron a repetir. Los dos disfrutaban uno del otro todos los días y todas las noches y fueron muy felices.

Sin embargo, el príncipe era hijo del Sol y la princesa de la Luna, y cada vez que se reunían se sentían más y más cansados por el paso de los días.

Ambos jóvenes estaban tristes.

El príncipe estaba triste ayudando a su padre a iluminar, y la princesa cansada de cuidar de la noche con su madre.

Una vez quedaron tras el paso del tiempo pero el príncipe, agotado, cayó rendido ante la también cansada princesa. Ella le recogió, se sentó y apoyó la cabeza del príncipe en su falda, y se le ocurrió una idea para poder seguir viéndose.

Cuando la princesa acabase su turno, iría a descansar con el príncipe y el cuidaría de ella durante el día. Y el príncipe, al acabar su jornada, iría a descansar junto a la princesa, que la arroparía en el brillo de la noche, para estar junto a ella todas las noches del mundo. Y ella, para estar junto a el todos los días del mundo.

Y así fue como al final, todo salió bien.




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