martes, 13 de junio de 2017

Cuatro veces chas.


     Estaba atardeciendo y llovía. El joven estaba en una nueva ciudad y él era el nuevo. Tras unas semanas en la urbe, el joven dejó de sentirse tan extraño. Quizás porque estaba entre gente pareja a él. todos aquellos extraños en un sitio extraño a ellos. Había venido con unos amigos que conoció sin saber cómo ni cuándo, y en cuanto menos lo supo, ya estaba en el atardecer de una fiesta rodeado de gente bebiendo. Y la vio. Una chica flacucha, rubia, de pelo ondulado y más claro que el trigo. Algo bebida. Tanto, quizás como él, pero menos que algunos otros. Su compañero se acercó jocoso y gallardo, y le susurró a medias voces las intenciones más privadas hacia la flaca, o su amiga, o a las dos, o a la que cayera. El chico dudó. Vio cómo después de callar tímidamente durante toda la tarde y comenzar a abrirse justo ahora que acababa la reunión, su amigo pretendía tomar la delantera que él nunca iba iniciar. El amigo se alejó de él con aire gallardo y decidido ante la trémula mirada del chico y se acercó a susurrar detrás de los cabellos dorados de la chica lo que parecían conjuros y hechizos del mago más poderoso de todos los tiempos. El de Don Juan Tenorio. La rubia bajó los hombros y alzó la cabeza, y durante un instante su cejo se frunció en una negativa que dio paso a un enmascarado rechazo. Más que Don Juan Tenorio resultó ser su fantasma, y más que los más poderosos conjuros resultaron ser palabrería atropellada en un salivar cutre demasiado azucarado y preparado. Ni siquiera cuando el amigo se acercó a la amiga consiguió resultado alguno, y airado se giró embarazoso para perderse en tumulto. El chico se acercó sin querer acercarse, sin saber qué decir ante una situación que tampoco era suya. Y ellas lo vieron sin mirar.

     La gente se amontonaba en la entrada mientras cogían los abrigos y paraguas y el espacio que les separaba se hizo demasiado estrecho. La rubia acabó por arte de magia de espaldas al chico, dibujando una silueta bellamente abombada bajo ese vestido de oro deslucido, demasiado resultón quizás para una fiesta tan ordinaria, pensó el joven, y antes de que se diera cuenta fue el vestido en lo último en lo que se estaba fijando el chico antes de su sexto sentido le fallase y se cruzase con la mirada sorprendida de la rubia, que se giró a arreglarse la correa del bolso.

     El chico hundió la mirada al suelo muerto de vergüenza y una chispa efímera brilló en rabillo de su ojo. Algo inusual. Una sonrisa discreta. Lo vio a cámara lenta. Vio cómo las murallas más altas de su timidez se agrietaron. vio cómo esa sonrisa se acentuó con unos ojos sabios, predadores. Unos ojos rapaces con los que había calado a la presa desde lo más alto de los cielos. Donde el chico había quedado expuesto ante el león todopoderoso. Y todo cambió como por arte de magia. Chas. La chica se volvió y se puso su abrigo ahora envuelta en su mundo. El chico estaba dividido. Por una parte había quedado expuesto, pero si ella le había sonreído... ¿acaso no era un rechazo? Podía haberle ignorado y cambiado de sitio, o apresurarse para salir, y sin embargo allí estaba ella, ajena y a la vez consciente del gazapo del joven. ¿Sería el momento de mover pieza? No, quedaría como un imbécil. No la conocía y ni siquiera sabía su nombre, pero, ¿acaso importaba? ¿No era aquél el mejor momento para preguntarle si acaso iban a seguir la fiesta en otro lugar? Pero él no se veía con el derecho de incluirse en alguna fiesta ajena. Quizás era momento para volver a casa. Que te sonrían no significa nada. Le has visto el culo a una tía. Ya está. Has tenido suerte de que no te haya mandado a tomar por culo, pensó. Y sumido en los pensamientos agarró sus cosas e hizo la cola para bajar las escaleras y abrir el paraguas una vez que se vio en la calle, donde todos se despedían los unos de los otros.

     Y no supo, o supo sin querer saber, que quizás podría colocarse cerca de ella como de casualidad a esperar un taxi, por si quizás alguien conocido entraba en acción en esta historia. Y sin querer, ya estaba hablando con otro conocido que le preguntaba qué iban a hacer después de la fiesta, y éste le habló al conocido, y el conocido le respondió a otra conocida y esta a otra, y esta otra a otro, y este otro a la rubia, y la rubia le volvió a mirar. Acércate, que está empezando a apretar. Bajo su gran paraguas verde oscuro charlaron con varios jóvenes, y sin saber cómo había llegado su teléfono móvil a su mano, se vio escribiendo a sus compañeros de piso que no le esperasen, que no iba a volver a casa. No sabía qué iba a pasar ni con quién iba a estar, pero sólo con contemplar la idea de pasar más tiempo bajo ese paraguas le ruborizó y la sangre le encendió los cachetes y le nubló los sentidos. La euforia comedida bajo el más estricto mando del sentido del temor más adolescente midió las palabras que salían, a veces nerviosas de su boca.

     La conversación fue reduciéndose poco a poco a una sola persona, aprovechando cada silencio para encauzar y captar la atención de la flaca, que respondía escueta a sus preguntas. Ella apenas mantenía contacto visual, buscando cobijo en los pequeños detalles de aquella calle de la que no echaba cuenta alguna. Iban a su piso, uno grande, con muchas habitaciones; una antigua casa ahora destinada al alquiler de extranjeros que trabajaban o estaban de paso, donde los demás compañeros de piso eran tan jóvenes como ella. La rubia intentaba continuar la conversación sin saber muy bien qué decir y si no miraba nerviosa al chico, levantaba un poco el tono de voz para que alguna de sus compañeras saliera en su ayuda con la mala suerte de que la amiga con la que vino decidió que quizás ella ya era lo bastante mayor como para dejarse llevar un poco con el chico del que ella le había estado hablando durante gran parte de la tarde. Los nervios terminaron por delatarla y el joven ante la ceguera de su poca autoestima consiguió vislumbrar a través de su muro más que agrietado. Ella estaba colorada. Tan colorada como un tomate. Y decidió soltar un lance que hundió lo suficiente. Ella le miró y calló en un silencio delatador. Chas. Magia bajo la lluvia. El silencio se hizo ante las conversaciones ajenas, y el sonido de la lluvia fue enmudeciendo a medida que los dos imanes ocultos en los cuerpos de la chica y el chico decidieran encontrarse con la excusa callada de que hacía frío y por eso te paso la mano por la cintura, en una conexión tan misteriosa como mística de mutuo acuerdo, donde la magia se volvió tan real como lo increíble de lo imposible hecho posible.

     Llegados a la casa de las mil habitaciones, los demás jóvenes se perdieron en un laberinto de pasillos de luces cálidas y paredes anaranjadas, donde las caras se escondían detrás de las puertas para dar paso a la oscuridad. El chico estaba perdido, y sentía cómo avanzaba cada vez más en las entrañas de una maraña mágica de la que no quería salir guiado por la luz dorada que le sostenía de la mano. La espera se hacía inmensa y el recorrido no veía su fin hasta que supo contento que no iba a poder volver salir de allí hasta la mañana siguiente. La chica se detuvo para abrir la habitación y dejó sus cosas en su cómoda. Se miró al espejo y espió al chico, nervioso y colorado sosteniendo sus brazos sin saber qué hacer. Callada se tumbó en la cama y le miró por última vez con una sonrisa traicionera, y antes de que ella fuera a contestar, él ya estaba en la cama con los nervios a flor de piel.


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