domingo, 29 de mayo de 2016

El puente de los perdidos.

Allí estaba su adversario. Había venido puntual. Eran pasadas las seis de la tarde y la luz tornaba dorado todo aquello que manchaba. Aurora estaba a los pies del Puente de los Perdidos, en el distrito comercial del barrio de Santonés donde el arroyo que pasa bajo su arco da un salto de una veintena de metros para caer como una discreta cascada sobre el siguiente nivel de la ciudad. El puente llevaba su nombre por una antigua historia de amor que se cuenta con recelo entre las personas del barrio, en la que dos personas lo perdieron todo por amor. Tanto, que ambos saltaron al vacío cuando la vieja guardia urbana les quiso dar caza por todas las deudas que arrastraron.

El puente era de madera. Algo mohosa por el tiempo y la humedad. Sin barandillas y no muy elevado, pero cerca del barranco perfectamente empedrado por los obreros que erigieron el barrio de Santonés un centenar de años atrás. El hecho de estar cerca del salto del arroyuelo que murmura, le otorga una vista magnífica de la puesta de Sol. El Astro Rey puede ser visto desde la misma plaza, pero es en el puente donde los jóvenes se declaran su amor antes de que caiga la noche o donde el romanticismo se cobra a base de tajos y rajos como este es el caso.

La iglesia de la plaza es fiel devota de Iomedae, y a pesar de ser una deidad algo belicosa, se respira tranquilidad y poca patrulla urbana suele rondar la zona, otro motivo por los que los duelistas y matones se reúnen en la misma. Aurora no creía en Iomedae, su familia del alta alcurnia le había enseñado lo contrario, pero ella tenía suficientes modales como para que la adoctrinasen más. En lo que Aurora creía era en sus posibilidades, enaltecidas y recargadas por un orgullo el doble de grande que su tamaño. Y por un temperamento el triple de grande, cuádruple; cuando se metían con su estatura, ya que por lo general la confundían con un mediano.

A sus diecinueve años, Aurora ya era más que docta en el manejo del acero y a pesar de la negativa de que se dedicase al mundillo de la espada y se dedicase al universo de los libros, sus padres se daban por vencidos muy a la ligera al no querer encarar la mala leche de su propia hija. Con prerrogativas, y falsas promesas de mantener el honor y la reputación de la familia Nedea a través del estudio, la joven Aurora daba rienda suelta a su voluntad con toda la libertad que le daba Don Dinero, miembro de su familia desde tiempos inmemoriables. La voluntad de Aurora consistía en demostrar y demostrarse a ella misma de que era la mejor manejando la ropera. Que era la mejor a su edad y a la edad de otros muchos que dicen ser hijos de o tener cargos militares o tener cicatrices de tal guerra. Y tal muestra de orgullo siempre alcanzaba a tener respuesta. Por parte de casi cualquiera lo suficientemente orgulloso o borracho como para demostrar sus agallas contra una criaja. Lo que no sabían aquellos que se enfrentaban a Aurora es que no sólo las historias que contaban de ella eran ciertas, sino que éstas no hacen justicia a las habilidades de Aurora en combate.

Aurora de Nedea estaba muy segura de sí. Sus ojos azules y fríos como el cielo estaban fijos en su enemigo, clavándolos entre las cejas. Su gesto inmutable sólo iba a verse truncado en el momento que desenvainase la ropera, pero hasta entonces no iría a torcer su boca. Iba a dejar que su enemigo, un ser extraño. Se acercase. El enemigo, un algo con forma de hombre ataviado con túnicas y un sombrero de paja tan ancho como chato. Este llevaba la cara cubierta por la paja del sombrero, y lo poco de piel ceniza y fina que se descubría, eran secciones de brazos y piernas, finas como palillos. Una respiración rota y ronca salía de la cabeza oculta. Y tanto la respiración como el hombre se pararon en mitad del puente de los Perdidos.

El hombre se ajustó el chapeo y las túnicas. Llevaba al cinto una hoja desnuda. No una ropera, sino una espada algo oxidada y mellada, grande pero sin llegar a ser bastarda. Aurora pensó. No era un simple matachín cualquiera. Alguien la había citado tras un susurro en medio del gentío varias horas antes, con la advertencia de que si no asistía, alguien muy allegado a la joven sufriría. El extranjero soltó un gemido lastimero. Al parecer no era de los que esperaban ni de los que daban cuartel. Eran de los que no hablaban, si es que podía, pensó Aurora. Este era de los de aquí te pillo y te mato. Te saco el acero y me voy. Da igual dónde estemos o la hora a la que luchemos. Aurora de Nilea se llevó la mano al cinto y quitó la presilla a la vaina sujeta al tahalí. En respuesta su oponente se crujió el cuello y adelantó el brazo que sujetaba la espada sin ninguna posición de ataque o defensa. El sol le adornaba con tonos dorados y ocres y parecía una estatua grotesca que la miraba sin ningún tipo de emoción.

Aurora dudaba. Hacía tiempo que no dudaba. Quizás porque estaba acostumbrada a meros matachines de tres al cuarto. Quizás porque llevaba tiempo sin batirse. Dos días. Pero quizás porque alguien estaba en peligro. Y aunque perder la razón en pos de lances y estocadas violentas como le solía pasar le diera resultado en la mayoría de las ocasiones, esta vez algo parecía ligeramente distinto y peligroso. Esos brazos raquíticos no parecían poder levantar bien esa espada mal calibrada, con más peso en la hoja que en el mango. Movimientos torpes y circulares y mucho más lentos que los suyos, dedujo Aurora. Sólo sería cuestión de acercarse, dejar que levantase la espada y esperar a que cometa la primera imperfección, que no tardaría mucho en cometerla. O que tardase más que ella en bajar la espada. O que no controlase bien el peso de la espada. Tras augurar los bailes de su adversario, empezó a sentirse más cómoda. Más gallarda. Se estaba convenciendo a sí misma de que quizás no era para tanto. Que este era uno de tantos, sólo que de los raros. De los raritos. De los que la ponían nerviosa en un principio pero de los que a los dos días ya no se acordaba. Un lobo que resultaba ser la sombra de un conejo. Arurora, confiada y relamida sacó el acero que brilló platino bajo el sol poniente y empezó a caminar al Puente de los Perdidos para quedarse a escasos metros de su adversario.

El hombre levantó la barbilla para ver mejor a su presa. Lo suyo era mero trabajo. Alguien le había comprado para liquidarla. Y ya está. No le importaba quién era Aurora o a quién tenía preso. Era un acero a sueldo. Como otros tantos. Nada personal. Pero lo que sí que llevaba personal era el honor y la reputación de hacer el trabajo bien hecho. De la manera que fuese. Aurora se acercó y éste elevó el brazo con la espada para lanzar el primer ataque en diagonal, haciendo un barrido amplio, que la chica esquivó a duras penas. La mirada confiada de Aurora tembló. ¿Cómo era posible que de un brazo tan raquítico tuviera la fuerza y la firmeza para dar ese golpe sin apenas esfuerzo? No era normal, algo fallaba y antes de que pudiera dejarle el beneficio de la duda a su adversario lanzó una estocada en contrapicado a su adversario, que en lugar de acertarle en el pecho se hundió en el vacío. Un giro de cintura por parte del hombre y otro revés barrido que acabó rozando el pelo naranja de la joven, que se acababa justo de agachar. Ella lanzó un envite desde abajo que acabó en el aire, cerca de su hombro y cometió el error de no retirar a tiempo el brazo. El hombre la agarró de la muñeca con una fuerza ajena a los músculos raquíticos de sus brazos y lancó un estoque directo a la garganta, encontrando la carte joven del hombro. Aurora notó el pinchazo frío, y luego el calor de la sangre que le brotaba escandalosa de la herida. Aurora apretó los dientes y entró en cólera. Le habían hecho sangrar. A ella. Y nadie nunca vivía para contarlo. Viva Iomedae o la madre que la parió. Para colmo, el hombre ahora estaba sonriendo, regocijándose del juego que estaba teniendo con aquella zorra de pelo naranja. Y eso le quemaba el orgullo a Aurora. Tanto, que no iba a darle otra oportunidad.

- ¡Nemo me impune lacessit!

Nadie la hería sin salir impune, masculló rabiosa en la lengua celestial. Giró la muñeca presa y sesgó parte del rostro de su adversario, que la liberó de inmediato, y aprovechó para hendir el acero un palmo en el hombro del adversario, que soltó la espada y profirió u gemido de dolor. Aurora había declinado por fin la balanza a su favor y se levantó, mientras su adversario se agachaba para recoger la espada. Aurora se acercó para finiquitar el asunto y su enemigo lanzó un estoque a la desesperada que Aurora de Nedea esquivó sin dificultad. Con una mirada azul y fría de desprecio, hundió tres palmos de la hoja en la espalda del adversario, que tosió lo que en una persona normal habría sido sangre. Sin ningún rezo u oración que de daban los duelistas, pateó el torso del agonizante adversario. Al final resultó ser como pensaba. La sombra de un lobo. Antes de que su contrincante pudiera decir esta boca es mía, lo empujó al borde del puente y lo tiró sin vacilación. Chof. Aurora envainó el acero limpio tras haberlo limpiado en la ropa de su enemigo, que flotaba bocabajo momentos antes de desaparecer por el salto del Puente de los Perdidos. Con el Astro Rey alumbrando a su ganadora. Ahora necesitaba enmendarse la herida y la ropa, y buscar a aquéllos que tenían preso a Duardo. Ella sabía quién lo tenía preso y en qué lugar. La próxima vez no iba a dejarse sangrar.

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