lunes, 30 de agosto de 2010

El Horror de más allá de las Estrellas

27 de Noviembre de 1928.
En algún lugar del pacífico.

Gramola

Hacía ya una semana que zarpábamos de puerto indio, y por los pocos conocimientos sobre orientación que dispongo, y el creciente calor que desciende de lo alto cielo cada mediodía, nos aproximábamos más al ecuador. Mi investigación sobre el señor Thorn, Edward Thorn (y sus secuaces), apenas ha recibido un progreso mínimamente sustancial en todo este tiempo. Dada mi reputación, a esas alturas habría tirado la placa al océano con tal de no volver a la oficina. No me lo podía permitir. Pero, gracias a los astros no fue así.

Esta mañana, tras conversar con un irlandés en el castillo de popa fui a la varandilla a tomar el aire fresco. Y al cabo de unos instantes, apareció una mujer. Con creces, la más hermosa mujer que haya visto a lo largo de mis años. Bajo una tez dorada por el Lorenzo contrastaban dos brillantes ojos marrones, y tímidos y efímeros, dibujaban rizos varios gráciles mechones rubios que asomaban desde el claché color crema, a juego con un vestido de idéntico color.

Tal mujer no se encontraba ni en las más elitistas fiestas, ni como cantante, ni como anfitriona. Así que viendo un posible caso perdido con el señor Edward Thorn y sus colegas, decidí entablar conversación con la nueva reina de los mares.

Se mostró tal y como pensaba, una joven alegre y vivaracha, pero recatada y de buenos modales. Tras varias bromas, le pregunté por la estancia y compañía que presenciaba en el crucero. Sorprendentemente, era conocida del señor Thorn, con el que entablaba ciertas amistades y compartían ciertos gustos y negocios.

Vislumbré las puertas abiertas para acercarme más al señor Thorn y concluir pronto mi investigación sobre su persona. Sin más dilación, sugerí que me presentasen a sus amigos esa misma noche.  Cuando oyó mis palabras, se diluyó la aparente alegría con un rostro más serio. Mantuvimos unos minutos algo tensos. Creía que podría haberme descubierto. Cierto era que alguno de los compañeros de Thorn me habían visto paseando cerca suya y temía estar vigilado. Mas, cuando la señorita Hepbourn accedió alegremente, mis pensamientos de desvanecieron.

Quizás lo más extraño de aquella situación fuera que me pidiese una uña antes de despedirnos. Ante mi reacción, alegó en su defensa que los amigos del señor Thorn eran seguidores de ciertas tradiciones extravagantes que aprendían en aquellos lugares que visitaban, y dicha uña cortada representaba una serie de valores que ahora no me acuerdo. Como no estaba en condiciones de negarme, accedí. Extrajo de su pequeño bolso un cortauñas y procedió a quitarme una de ellas.

Pasada la hora del almuerzo y la del té, regresé a mi camarote para asearme. La cena, en una sala apartada, estaba a punto de dar comienzo. Yendo lo más arreglado que pude, me acerqué a recoger a la señorita Hepbourn a su camarote. Una vez juntos, me condujo a una soberbia sala con paredes decoradas con tótems, máscaras y cuadros que jamás haya visto, a cada cuál, más bizarro. Alguno alcanzaba el límite de lo grotesco. La mesa, regentada por el señor Thorn en un extremo, se completó con nuestra asistencia.

La velada, digamos, fue algo incómoda. Miradas hipnóticas y cuestiones hirientes me fueron puestas como primer plato, a pesar de la exquisita comida que degustábamos. Sin darle mucha importancia, intenté socavar alguna información remotamente útil, para no levantar sospecha alguna. Mis aires de incredulidad e ignorancia no pareció mellar en la actitud de aquellos hombres altos de mirada hendida y susurros conspiratorios. Me sentí observado desde aquél momento por unos ojos penetrantes. Sin párpados. Ojos de más allá de lo visible. Ojos que estaban allí y aquí. En las miradas fugaces de los compañeros de mesa. En los retratos. En las máscaras. En la ventana. En cada mordisco de carne. En ningún lado y en todos. Mirando.

Si Dios me hubiera escuchado en aquél momento...

No le dí importancia en ése entonces, y entre charla y bebida, charla y comida, me dejaron caer preguntas bastante surreales y teológicas cuyas respuestas fueron estudiadas a medida que las enunciaba. No comprendía el significado de aquéllas preguntas que traspasaban lo moral y en ocasiones lo comprensible.

De lo que pude entrever entre tanta pregunta sobre lo real y lo tangible, comentaban que en unos días, al volver a tomar tierra, iban a aprovechar para hacer una excursión en uan isla del arhipiélago al que ibamos a descansar.

Ésa iba a ser mi oportunidad de pillarles en acción. Llamaría a la centralita de operaciones para pedir refuerzos cuando llegásemos a tierra.

Tras la interminable cena, tomado el postre y levantados todos para darnos las manos agraeciendo en una lengua imposible  la cena, nos dispusimos  a desalojar la sala. Antes de ser el último en salir, me detube discreto a acercarme a una de las repisas de la sala. Estaba lleno de figuras extrañas. Ídolos macabros en posiciones antinaturales que parecían encarcelados en pieles de madera y marfil. Piedras negras brillantes. Huesos. Incluso la estatuilla más grande, una hecha en barro y "pensativa" aparentaba dar malos augurios. Aún así llamaban la atención.

No sé por qué lo hice, ni qué me llevó a hacerlo. De haberlo sabido, jamás hubiera entrado en esa sala y menos haberme detenido en aquella repisa. La cuestión es que cogí una estatuilla del tamaño de un meñique y me lo guardé. Dios maldiga mi curiosidad y halle en el descanso eterno, la redención de lo que hice.

Mientras los demás secuaces conversaban, desalojé tan rápido como pude la sala. Como cuando un niño pequeño roba, los sudores frios supuraban de mi nuca y mi bolsillo empezaba a arder. Aunque aquellos remilgados hombres no lo habían descubierto, como dije, tenía la sensación de que algo me observaba. A través de la ropa y de la carne. Dada mi extraña conducta, salí cuanto antes de la  sala para no levantar sospecha.

Ha sido un día muy extraño. A medida que me dirijía a mi habitación he oído pisadas que no eran de nadie, sonidos que tras girar la cabeza, eran propios del mar; voces difusas que en ocasiones eran de gramolas de otros camarotes y en otras no eran de nadie. Y charcos de agua. A medida que avanzaba, tras mis pasos encontraba pequeños rastros de agua. Cada vez más cercanos a mí.

Y miradas.

Siempre observado.

Desde la ventana de mi camarote dando al ahora negro mar sobre las lejanas estrellas o desde el ventanuco de mi puerta que daba al pasillo. Me tiembla la mano al escribir, y no puedo dejar ni dos segundos de lanzar una mirada hacia esas dos ventanas, en busca de sombras que mi mente cree que me atosigan y persiguen. Aunque a estas alturas de la noche, ni el alcohol acalla esos pensamientos, que rara vez consideran fantásticos ahora.

Incluso la estatuilla de boca abierta robada me produce fuego en los ojos y calores internos sólo con su presencia.

Las moscas vuelan torpemente y sus vuelos se convierten en susurros en mi oreja.

Rezo a todo Dios real e imaginario para que mañana salga el Sol.

Que alguien me salve, Dios misericordioso.

Esta noche pretende ser eterna.

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